El Yoyas, al ser detenido: «Si hubierais llamado a la puerta, os habría abierto»

El exconcursante de Gran Hermano se ocultaba en una masía de L’Anoia,

sellada con dobles persianas, de la que jamás salía ni se asomaba siquiera a la ventana

Su padre, su hermana y su cuñado le llevaban la comida y su novia lo visitaba a veces. Tenía una cinta de andar y una bicicleta estática

Eran las seis de la mañana cuando un escuadrón de mossos d’Esquadra y policías nacionales echaban la puerta abajo de la masía de L’Anoia donde se ocultaba Carlos Navarro, ‘el Yoyas’, exconcursante de Gran Hermano y buscado por los agentes desde noviembre de 2022 para ingresar en prisión por condenas que suman casi siete años: maltrato habitual a su expareja,  Fayna Bethencourt, lesiones, amenazas y vejaciones, entre otras. «Se había escondido como pocos asesinos y violadores. Jamás lo hemos visto en los meses de vigilancia, ni siquiera se asomaba por las ventanas. Y por las noches no se filtraba luz desde dentro de la casa. Los drones no han conseguido grabarlo ni una sola vez», explica a ABC el jefe del Grupo II de Fugitivos de la Policía Nacional, uno de los responsables del dispositivo conjunto, nada más poner a disposición del juzgado de Igualada al detenido.

El Yoyas’ dormía semidesnudo cuando los agentes han irrumpido en la casa. «Si hubierais llamado a la puerta, os habría abierto», les ha dicho. Ni se ha resistido ni ha querido hablar más. Está delgado y demacrado, consecuencia del año y medio largo que lleva ocultándose. Su única compañía era una bicicleta estática y una cinta para andar. La vivienda estaba hecha unos zorros: sucia, maloliente, con olor a porros y restos de latas de cerveza y comida, tirados aquí y allá.

El Yoyas’ dormía semidesnudo cuando los agentes han irrumpido en la casa. «Si hubierais llamado a la puerta, os habría abierto», les ha dicho. Ni se ha resistido ni ha querido hablar más. Está delgado y demacrado, consecuencia del año y medio largo que lleva ocultándose. Su única compañía era una bicicleta estática y una cinta para andar. La vivienda estaba hecha unos zorros: sucia, maloliente, con olor a porros y restos de latas de cerveza y comida, tirados aquí y allá.

La casa estaba sellada. Las ventanas permanecían siempre cerradas, con una doble persiana para que no se filtrara luz ni de día ni de noche. Por dentro tenían estores y estos a su vez habían sido tapados con una lona gris oscura. Un camuflaje perfecto, en medio de una finca donde había dos perros grandes de los que se ocupaban otras personas.

La clave para dar con él, aunque de forma indiciaria, ha sido su familia. Su padre, su hermana y su cuñado se repartían la tarea de llevarle víveres, grandes compras, muchas en bolsas del Mercadona, de cuando en cuando. También le ha visitado su novia actual en alguna ocasión. Entraba con llave, pasaba varias horas y luego se marchaba. Ni un ruido ni una pista. Alrededor hay otras masías, pero todas con extensiones de terreno alrededor, de espaldas a miradas ajenas

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